El Nobel de La Paz 2025: Machado y la estrategia imperialista.

¿De verdad alguien puede seguir creyendo que el Premio Nobel de la Paz es un reconocimiento a la paz? ¿O acaso se trata, más bien, del instrumento más sofisticado de guerra simbólica que el imperialismo ha diseñado para coronar a sus soldados con aureolas de santidad?

El otorgamiento del Nobel a María Corina Machado no es una sorpresa: es la consecuencia lógica de una larga tradición de premiar la guerra bajo el nombre de la paz, de vestir de corderos a los lobos y de usar los reflectores de Oslo para bendecir la injerencia.
¿Quién podría olvidar que el padre del premio, Alfred Nobel, fue un magnate de la dinamita, un fabricante de explosivos que hizo fortuna armando a los imperios enfrentados? El mismo hombre que, quizá por remordimiento o cálculo de imagen, decidió dejar un fondo para premiar a quienes —según sus palabras— trabajaran por la fraternidad entre las naciones. Pero ¿qué tipo de fraternidad es la que construyen los cañones y los portaaviones? Desde su origen, el Nobel de la Paz ha funcionado como una coartada moral del poder occidental, un lavado de conciencia global, una misa anual donde los culpables se absuelven premiándose entre sí.
Ahí están los nombres: Kissinger, Obama, Roosevelt, Wilson. Todos con las manos manchadas de guerras, invasiones y sangre, convertidos en “hombres de paz” por decreto mediático. ¿Qué tipo de paz representa Kissinger, si detrás de su sonrisa reposan los muertos de Vietnam y Chile? ¿Qué tipo de armonía encarna Obama, con sus drones sobre Yemen y Libia? Y sin embargo, ahí están, en la misma galería donde ahora se exhibe María Corina Machado, la nueva santa patrona del intervencionismo tropical.
Machado, la mujer que pidió abiertamente la invasión de su país, que firmó el decreto de Carmona, que conspiró con Bush, que aplaudió las guarimbas y las sanciones que hundieron a millones de venezolanos en la miseria. ¿De verdad esa es la nueva voz de la paz mundial? ¿O estamos frente a la caricatura más grotesca del concepto? Pero claro, para el imperio, la paz no es la ausencia de guerra: es la obediencia. Y Machado ha demostrado ser obediente.
Criada entre los privilegios de la vieja oligarquía caraqueña, educada entre Caracas y Yale, financiada por la NED y la USAID, Machado encarna a la perfección a esa élite que perdió el petróleo y sueña con recuperarlo, aunque para ello haya que bombardear su propio país. Porque, seamos francos, lo que mueve al imperio no es la democracia, ni la libertad, ni los derechos humanos: es Don Petróleo. Y Venezuela, con las mayores reservas del planeta, es un trofeo demasiado grande para dejarlo en manos de un gobierno rebelde.
El premio llega en el momento justo: cuando se reconfigura el tablero global, cuando Estados Unidos teme perder el hemisferio ante China y necesita reafirmar su dominio en su viejo “patio trasero”. Entonces, ¿qué mejor manera de preparar el terreno que canonizar a una “líder democrática” que, en realidad, ha rogado por una invasión militar? Si la bombardean, ya no será una agresión, será una cruzada por la libertad. Si mueren miles, será por la paz.
Los medios hacen el resto. El País, CNN, la BBC… todos alineados, fabricando la nueva narrativa: la de una mujer valiente que enfrenta a una dictadura. ¿Quién se acordará del golpe de 2002, de las muertes de 2014, del financiamiento extranjero, de las sanciones que destruyeron el tejido económico de Venezuela? La desmemoria es el terreno fértil de la propaganda, y el Nobel, su abono más eficaz.
Y, por si faltara algo, la maquinaria simbólica se completa con los viejos aliados del mundo: el sionismo y la ultraderecha global. Machado, fiel al guion, agradece a Netanyahu, apoya a Trump, celebra a Uribe, se fotografía con Vox y promete mudar la embajada venezolana a Jerusalén. ¿No es curioso que todos los “defensores de la libertad” terminen arrodillados ante los mismos verdugos?
El otorgamiento del Premio Nobel de la Paz a diversas figuras históricas y contemporáneas revela una profunda contradicción entre el discurso pacifista con que se presenta y las acciones o intereses que en realidad encarna. María Corina Machado, por ejemplo, fue reconocida por su supuesta “incansable labor política” y su lucha por una transición pacífica en Venezuela, pese a haber apoyado el golpe de Estado de 2002 contra Hugo Chávez, pedir la intervención militar de Estados Unidos y de Israel, respaldar el bloqueo económico que ha causado hambre y escasez en su país, y justificar el genocidio en Gaza como “una lucha por la libertad”. Henry Kissinger, galardonado por los acuerdos de paz en Vietnam, es señalado como responsable de matanzas en Asia y América Latina. Barack Obama recibió el premio mientras extendía guerras en Irak, Siria y Afganistán, promovía la destrucción de Libia y autorizaba bombardeos con drones que mataron a decenas de miles en Yemen. Theodore Roosevelt fue premiado por mediar entre Rusia y Japón, pese a sus campañas genocidas en Filipinas y el Caribe; y Woodrow Wilson, fundador de la Liga de las Naciones, era un declarado supremacista racial. La Madre Teresa de Calcuta, presentada como símbolo de compasión, ha sido descrita como explotadora de la miseria y ferviente anticomunista. A Mijaíl Gorbachov se le otorgó el galardón por haber “entregado” la Unión Soviética al bloque occidental, mientras que el Dalái Lama fue reconocido en el marco de la injerencia estadounidense en el Tíbet, pese a que su régimen mantuvo estructuras de servidumbre. Yaser Arafat, Isaac Rabin y Shimon Peres fueron premiados por los Acuerdos de Oslo, que en realidad consolidaron la ocupación israelí sobre Palestina, y Menajem Beguín y Anuar el-Sadat por los Acuerdos de Camp David, donde el primero era un exterrorista sionista y el segundo rompió con el panarabismo para subordinar Egipto a Occidente. Lech Wałęsa, líder sindical de Solidaridad, fue un agente de la CIA y del Vaticano usado para debilitar el socialismo en Europa del Este; Andréi Sájarov, galardonado como disidente soviético, fue en realidad creador de la bomba de hidrógeno; y George Marshall, premiado por su plan de reconstrucción, impuso la dependencia económica de Europa frente a Estados Unidos. Incluso la Unión Europea ha sido premiada, pese a su papel en el golpe de Estado en Ucrania. Entre los nominados más recientes también destacan figuras afines a la OTAN, opositores de gobiernos antioccidentales, o personajes abiertamente vinculados al intervencionismo, como los Cascos Blancos —una puesta en escena propagandística en Siria— y Donald Trump, quien incluso afirmó que Machado aceptó el premio “en su honor”. Así, el Nobel de la Paz no ha perdido su prestigio por accidente: su historia muestra que siempre ha sido un instrumento de injerencia y legitimación de atrocidades, una herramienta del poder occidental para revestir de moralidad sus guerras, bloqueos y golpes de Estado.
El Nobel de la Paz, entonces, ya no es un galardón: es una licencia para intervenir. Un sello de legitimidad para bombardear con buena conciencia. El premio a Machado no reconoce una vida dedicada a la reconciliación, sino una carrera de sabotaje y desestabilización. Es el diploma honorífico del golpismo, la medalla de oro de la injerencia.
¿Y qué sigue? ¿Un premio a Netanyahu por “su incansable búsqueda de coexistencia”? ¿A Trump por “su diplomacia espontánea”? ¿A Elon Musk por “acercar a Marte la paz que no encontró en la Tierra”? Todo es posible cuando la guerra se disfraza de virtud.
Al final, el Nobel otorgado a María Corina Machado no busca celebrar la paz, sino preparar la invasión. Es el prólogo de una tragedia escrita con petróleo, sanciones y drones. Los aplausos en Oslo son apenas el sonido del engranaje imperial afinándose. Y mientras el mundo aplaude a su nueva heroína, Venezuela —resistente, sitiada, indoblegable— vuelve a recordarnos la pregunta que resume toda esta farsa: ¿qué tipo de paz necesita bombas para imponerse?

Gerardo Roberto Flores Peña, nacido en Zamora Michoacan, formado en maestría y licenciatura en filosofía en la UMSNH, con estancias de investigación en la UNAM y en la Univeristé París-1 Panthéon Sorbonne. Es filósofo, ensayista, poeta traductor, comunicador político, estratega digital. Ha trabajado como asesor político y de medios en campañas y proyectos políticos de México y Colombia.

Dejanos tus comentarios